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Juan Guerra, el paisaje es el símbolo

Octubre 26, 2021

El paisaje es el basamento en el que el pintor Juan Guerra fundamenta la comunicabilidad de su propuesta pictórica, pero, ¿es Juan Guerra un pintor de paisajes en su sentido tradicional, entendido al modo en que es la copia del natural? No, en Juan Guerra el paisaje es la disculpa para meditar el trasfondo del mismo paisaje; a veces, el trasfondo de sí mismo

Ninguno de los paisajes pintados por Juan Guerra pueden hallarse en la naturaleza, no obstante, el pintor recuerda constantemente que su aprendizaje para discernirlo lo halló en las medianías de la isla, en aquellas primeras correrías conscientes dadas en su segunda infancia y primera juventud. Desde ese momento, cuando acude al lienzo la retina le devuelve siempre, son sus palabras, a los Altos de Guía (Gran Canaria), de donde toma la fuente continua que alimenta su memoria del paisaje insular.

Pero el paisaje que rememora el pintor ante el lienzo será el paisaje que reconstruye la emoción, ajena de la retentiva que obliga a la traslación veraz donde la realidad impone su constructo. De esta manera, será una simple sombra proyectada por un arbusto, un escaso volumen alzado por una piedra, la invisibilidad de una brisa agitando levemente una rama o un rumor de almagre posado en el horizonte lo que provoque que, una y otra vez más hasta el desborde, Juan Guerra convoque sobre la superficie de la pieza, tantos paisajes como memorias del paisaje se puedan reconstruir, desbrozar, habilitar, desenvolver, pero jamás trasladar o acaso copiar del propio paisaje en sí.

Porque no es el paisaje la vocación última de Juan Guerra cuando nos hace atravesar el lado fijado de otra realidad, será una estimación de su infinita lectura de la historia del paisaje para contraer en él el símbolo que al cabo viene a representar. Así es tal que, y esta vez lo ha decido hacer, cuando el pintor nos convoca ante un paisaje memorado como Fuerteventura, no es la porción de isla, la característica de su certeza paisajística lo que en el cuadro se representa y, sin embargo, tras la contemplación demorada, el convencimiento a la mirada que lo escruta, ese paisaje se torna universal: de ahora en adelante esa y no otra será la representatividad por la que la isla va a ser reconocida. El pintor ha recreado no lo que el ojo acierta a ver de Fuerteventura, sino la Fuerteventura que pasará a nuestro hondo patrimonio ocular como el pintor nos la simbolizó.

Hay en esta serie, de generoso formato, por cierto, un cuadro específico que se alinea a la medida de lo que se viene a expresar: es éste un paisaje con una piedra que flota, así de elemental, que se desprende del suelo y deja una sombra en el territorio donde debió ocupar volumen. Pero no es un cuadro que devenga su mérito del conocimiento del pintor de la historia del arte reciente, donde Magritte pueda flotar, también, en la animosidad del pintor y le transfiera la osadía del dislate, no. Esa piedra flota en el paisaje para, tal vez, trasladar una dolencia: la fragilidad infinita a la que se ve sometido. Es un paisaje doliente aquel que persevera en la levedad de su contenido, en la liviandad de su estructuración. Y así nos invita el pintor a penetrar más lejos del cascarón que resuelve la belleza…

De igual manera, quizá porque el paisaje si no es mirado por el ojo del ser humano acaba por no reconocerse, el pintor introduce en el lienzo alguna silueta humana, consentida a la mirada, con la finalidad de dar noticia de la exacta liviandad, de la fragilidad igualitaria que ese ser humano asume tras reconocerse impuesto contra un paisaje que bastantes veces no le es reconocido. Escindido el ser humano de su paisaje, aun siendo este de la memoria, le obliga a divagar por la multiplicidad de paisajes que tampoco le reconocen a él: enajenados ambos.

La osadía de Juan Guerra no reside en la hermosa factura con que nos convoca a reconocer un paisaje, a hacernos partícipes de su simbología, a consensuar la universalidad alegórica que su emblema contiene. Radica, atisbo remoto, en trasladarnos con fiabilidad asombrosa al interior de la belleza que el paisaje promueve: una promisión del símbolo que sólo se alcanza cuando la libertad de pintar traspasa la latencia de la historia de la pintura.

Si cierta resolución plástica en la obra de Juan Guerra pudiera remitirnos a las formas de construir de otros pintores históricos de paisajes, como Claudio de Lorena en su vertiente imaginativa, Kaspar Friedrich en su convención estructural o William Turner en su dotación para convocar una atmósfera, René Magritte, quizá, en su impronta simbólica, no es porque nuestro pintor tome las líneas referenciales que a aquellos guiaban y las reitere, será porque en la obra de Juan Guerra late la misma voluntad de representatividad que a aquellos conmovía: la pintura.

EL RASTRO DE LA MEMORIA PERSONAL

Pero hay más. Junto a esta obra sobre lienzo y formato generoso, el pintor nos brinda una serie de pequeñas piezas, obra gráfica, ya sobre papel o cartón, que en su formato reducido nos da cuenta del rastro último, cercano en el tiempo, por el que el artista ha venido transitando. Un cuaderno de campo, un libro de bitácora tal vez, que se decanta por mostrarnos, en una expresión de simplicidad de recursos, la meditación íntima por donde ha derivado el pintor.

No es esta la categorización del pensador advirtiendo desde un proceso teórico acerca de la devastación, será el desbroce manual del artista que, humano tocado por la vida, nos desflora la vida que nos toca.

Resuelta en tintas, ya negras o difuminadas, ya en algún color, categorizado o desvaído, la serie toma conciencia y deja constancia de un tiempo de helor: la pandemia, el exilio, la emigración forzada, la enfermedad tocando el músculo, la muerte rondando: una impalpable pesadumbre donde el hombre, aun trazado en expresión ínfima, da cuenta de la intangibilidad de su ser dependiente. Una figura enconada o temblorosa situada en mitad de una tormenta quieta en la propia tinta, desatada en cambio cuando el ojo toma conciencia de que la narratividad de la obra traspasa la mirada del mundo para entrar de lleno en la desazón que inhabilita al ser humano desnudado en su frágil estado íntimo.

Aquí Juan Guerra se diversifica para llevarnos a entender que en la belleza que contiene su propuesta pictórica es el pensamiento lo que prevalece sobre la maravilla que la superficie recrea, entre la materia que establece la riqueza plástica, tras los resquicios que se abren y dejan entrever la elegante manufactura que conforma su obra. Pues, al tiempo, y contenido en el mismo ámbito de lectura y oferta de visualización, esa otra propuesta, negra, sí, oscura, quizá turbia, retenida en sus preceptos, contenida en su vocación de formato, nos da noticia de a dónde nos asomamos al atravesar al interior del paisaje y nos hacemos testigos directos de su emanación.

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Redacción

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